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Las cuentas económicas olímpicas: el antes y el después

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Publicado en Diario Sur 24/10/2016

Para las ciudades que presentan su candidatura como sede de unos Juegos Olímpicos de verano, la no adjudicación final representa un momento de frustración, decepción y pesar colectivos, normalmente extensivos al conjunto del país de pertenencia. En España aún se recuerda el desencanto originado a raíz de los intentos fallidos de la candidatura de Madrid, amplificado por las expectativas que se habían generado. ¿Constituye también un episodio de lamentación añadida la comprobación de las cuentas económicas de las ciudades que resultaron adjudicatarias de los proyectos y, consiguientemente, encargadas de su organización? ¿Suelen cosechar estas los éxitos económicos esperados?

Son numerosos los estudios de impacto económico realizados, que, en general, plantean grandes dudas sobre la rentabilidad económica de la organización de unos Juegos Olímpicos. Recientemente, el economista Andrew Zimbalist se ha mostrado mucho más contundente al respecto, llegando a afirmar que la creencia de que tales proyectos generan un beneficio económico para la ciudad y el país anfitriones es un “mito económico de proporciones olímpicas”. Según sus estimaciones, el coste de acoger dicho evento oscila entre 15.000 y 20.000 millones de dólares, mientras que los ingresos pueden situarse entre 3.500 y 4.500 millones de dólares. El déficit excedería claramente, por tanto, de los 10.000 millones de dólares. 

Este tipo de resultados es lo que, según el citado profesor, predice la teoría económica. La clave radica en que se trata de un proceso de subasta, promovido por un monopolista global no regulado, en el que distintas ciudades del mundo compiten arduamente entre sí para demostrar sus virtudes, desplegando un amplio abanico de elementos de atracción. El desenlace del proceso es que las ciudades triunfantes normalmente sobrepujan. Es lo que se conoce como la “maldición del ganador”, como recuerda Martin Sandbu: cuanto más sobrestime un concursante el valor del objeto subastado, más probable es que incremente la oferta presentada.

Los números rojos de las cuentas económicas olímpicas no deben constituir, pues, ninguna sorpresa según economistas como Tim Harford, quien ha sugerido que la organización de unos Juegos no es algo muy diferente de construir una iglesia para una única gloriosa celebración nupcial, ante una situación frecuente de subutilización posterior de costosas instalaciones deportivas. Ahora bien, la experiencia demuestra la amplitud de la horquilla presupuestaria: los Juegos de Atlanta de 1996 tuvieron un coste de 3.600 millones de dólares actuales, mientras que los de Pekín de 2008 llegaron a los 45.000.

Zimbalist se manifiesta igualmente rotundo al cuestionar el argumento de que el déficit a corto plazo pueda compensarse a largo plazo a través de aumentos del turismo, la inversión extranjera y el comercio. Según este profesor del Smith College  (Northampton, Massachusetts), especializado en Economía del deporte, los datos reales no corroboran lo que él tilda de “pretensión extravagante”. Atendiendo al caso de Río de Janeiro, considera que el gasto en el desarrollo de infraestructuras productivas (mejoras del puerto y del aeropuerto), aproximadamente un 5% del total de los desembolsos, es meramente un premio de consolación. Aún más crítico se posiciona ante el impacto de otras infraestructuras, como una línea de metro, que podría elevar el valor de las propiedades en un barrio próspero sin resolver los problemas de tráfico de la ciudad. Finalmente, tampoco se inclina por otorgar demasiado valor a los intangibles (elevación de la moral nacional, demostración de capacidad organizativa, efecto “escaparate”…).

La opinión anterior no es plenamente compartida por los analistas, algunos de los cuales destacan los Juegos de Barcelona de 1992 como un ejemplo básico de cómo la organización de un evento olímpico puede actuar como catalizador de la regeneración de una ciudad, si bien matizan que el impacto sobre el desarrollo de España en su conjunto resultó menos obvio. Se ha destacado que en el año 1990 Barcelona era la mitad de popular que Madrid como destino turístico y, sin embargo, en 2010 había logrado superarlo. No obstante, atribuir a un solo factor los cambios producidos entre dos fechas puede ser bastante simplista. De hecho, Madrid fue en 2015 el municipio español más visitado.

A partir del análisis de Zimbalist, en definitiva, habría que pensárselo dos veces antes de presentar una candidatura para albergar el evento olímpico, lo que califica como una gran apuesta económica para cualquier ciudad. Si acoger unos Juegos Olímpicos de verano tiene, según otras estimaciones, un coste no inferior a 10.000 millones de dólares y los ingresos dinerarios directos se cuantifican en unos 4.000, habría que afinar bastante para sustentar razonablemente la creencia de que los efectos indirectos y a medio y largo plazo, así como las repercusiones intangibles, puedan alcanzar conjuntamente un valor actual equivalente a esa brecha de unos 6.000 millones de dólares. Algo no demasiado fácil si seguimos la recomendación de Harford relativa a la regla práctica de los “economistas serios” para calibrar los beneficios indirectos de los grandes eventos deportivos: dividir por diez las estimaciones de las consultoras.

 Después de todo, puede que, tras la amarga decepción de hace algunos años, a la vista del balance económico, los madrileños pudieran ahora disfrutar relajadamente de una “cup of coffee” en alguno de sus muchos lugares emblemáticos, o tal vez extraer lecciones para estudiar una eventual próxima candidatura.

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